El grupo ALÉN intentó, a principios de los
noventa, vivificar la práctica artística castellana en unas fechas en las que
se consolidaba la
Posmodernidad que tenía como una de sus metas la consagración
de la libertad absoluta de los artistas a la hora de afrontar el proceso
creativo sin que existiesen normas, ni formales o ni conceptuales, que pudiesen
limitar este principio. Tres de sus componentes eran Carlos Sanz Aldea, Ignacio
Caballo Trébol e Isabel Rubio. El grupo no poseía una doctrina común en la que
refugiar sus propuestas plásticas y por ello sus obras no podían ser más
disímiles. Aún hoy lo siguen siendo aunque subyacen en ellas matices
surrealistas que no se imponen a la obra en general pero que establece puentes
entre ellas.
Carlos Sanz Aldea (Soria, 1960) siempre ha
resultado de difícil conceptualización como artista. Preocupado por la
inserción de extravagantes figuras en paisajes que unas veces resultan idílicos
y otras alucinantes, manifiesta en todo su amplio repertorio de trabajos
(pintura, escultura, fotografía e instalaciones) una necesidad vital de romper
con los moldes de los géneros y de los convencionalismos al uso. En lo más
profundo de su ser es un artista “natural” y no deja de alucinar con las
perversiones propias de nuestra sociedad, que acepta pero que le extrañan y a
las que se acerca como si se tratase de un sociólogo de la interacción
hombre-entorno. Ha intervenido, siempre que ha existido ocasión, en el campo,
acercándose al land art, y en espacios urbanos en una moderna actitud que
podríamos considerar “artivista” a la búsqueda del choque visual que generase
una poesía de raíz surreal que tras su aparente brutalidad esconde una profunda
comprensión y una simpatía por lo humano que lo acercan a propuestas de nuestro
arte barroco a lo que se presta de forma admirable su gusto por las técnicas
mixtas.
Ignacio Caballo Trébol (Guardo, Palencia, 1965)
es, en cierta medida, la antítesis del anterior aunque también puede hallarse
un cierto punto surrealista en el gusto por el objeto encontrado al que el
artista otorga, por medio de su voluntad, una existencia propia y diferente a
la materia de la que parte. Realizadas casi con una técnica de orfebre a partir
de elementos nimios como ramitas, alambres o muelles, sus realizaciones ejemplifican
la insoportable levedad del ser, su contingencia absoluta, como si se tratasen
de auténticos milagros de la existencia; una existencia expuesta, como decía Montaigne,
a perecer bajo cualquier tormenta pero que, a diferencia de los recios árboles,
en el caso de perecer será consciente de por qué lo hace mientras que los
árboles no saben nada. Sus seres extraños e impersonales, cualquier hombre,
todos los hombres, no son seres felices ni siquiera cuando ejecutan extrañas
danzas, son seres encarcelados por la materia, natural o social, a la espera de
la redención que les otorga, como si de un dios ateo se tratase, el creador e
incluso el espectador que con curiosidad se acerque a ellos.
Isabel Rubio (Salamanca, 1966) completa, desde
un punto de vista muy diferente, las propuestas anteriores. Sus delicadísimas
pinturas nos hablan de mundos propios de la memoria y de la fantasía; de
vibraciones coloristas que se alejan del paisaje que les sirve de inspiración y
que se convierten en el decorado de un alegre sueño. El recurso a una doble
técnica, la de aplicación de la pintura con el pincel y la del estarcido
directamente sobre el soporte (habitualmente el poliéster o el lienzo),
contribuye a crear una cierta sensación de desasosiego e introduce un punto de complejidad
a sus engañosamente sencillas composiciones. Si mencionábamos que los tres, de
algún modo, beben en fuentes del surrealismo, en el caso de Isabel es el
automatismo el que enseñorea sus superficies. Para quien no esté versado en el
asunto, automatismo puede ser sinónimo de casualidad. Peor para él. Nosotros
sabemos que no todo el mundo puede ser “medium” y que las formas se manifiestan
a quien está preparado para ello y sólo alcanza su íntima significación –como
decía Miguel Ángel- cuando la mano sigue al intelecto.
Pero
Carlos, Ignacio e Isabel tienen todavía algo que explica por qué muestran aquí
y ahora su obra. Uno de los aspectos más interesantes, a mi entender, de la
posmodernidad era su reivindicación de la labor docente (pensemos en el rechazo
que mostraron las vanguardias por la “escuela”, por cualquier tipo de escuela)
no sólo como una forma legítima de ganarse la vida (que parece eso extraño
tratándose de un artista del que podemos exigir hasta su pobreza absoluta y al
que podemos pagarle con nuestra incomprensión, que el ARTE ya reconocerá a los
suyos) sino como una consecuencia inherente a un proceso laboral especializado
dentro de un contexto social.
Estos
artistas hacen manifiesto el proceso creativo y lo prolongan –sin dogmatismos-
en su práctica cotidiana en el aula al mismo tiempo que se liberan de la
dictadura del mercado y de sus modas. Quizá el trabajo diario –nulla dies sine
linea- sea el pago que deban realizar para plasmar aquello que les viene en
gana.
Desde la
sala de exposiciones del GaBe del
Instituto Delicias, para quienes hemos dedicado nuestra vida a la docencia, la
actitud de estos pintores no resta valor a su arte sino todo lo contrario.
Aúnan de forma admirable –y negando con la calidad de sus obras el proverbio inglés
de que “quien no sabe hacer una cosa la enseña”- la capacidad teórica con la
práctica en una actitud habitual desde el comienzo del trabajo artístico y que
fue cuestionada por el Romanticismo en su búsqueda de un arte puro (si es que
puede existir tal cosa) sin darse cuenta de que, en última instancia, el arte
no puede ser ajeno a la vida y de que la pureza conduce, necesariamente, a la
esterilidad.
Afortunadamente
hoy preferimos el mestizaje y hemos abandonado planteamientos doctrinarios, de
tal forma que estamos en condiciones de disfrutar con tolerancia y agrado estas
indagaciones formales (puesto que en ellas hay mucho de teoría y de praxis) que
nos muestran aquí en su faceta de creadores absolutos, pero en minúsculas, sin
apenas darse importancia, haciendo realidad de forma callada el lema de esta
exposición: Ars magistra vitae, tal
como han hecho durante años y años con los cientos de alumnos a los que han
ayudado a contemplar la vida de una forma más lúdica, más creativa, con mayor
expresividad o lo que es lo mismo: más bella.
Arturo Caballero Bastardo
Arturo Caballero Bastardo
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