domingo, 29 de abril de 2012

ARS MAGISTRA VITAE


El grupo ALÉN intentó, a principios de los noventa, vivificar la práctica artística castellana en unas fechas en las que se consolidaba la Posmodernidad que tenía como una de sus metas la consagración de la libertad absoluta de los artistas a la hora de afrontar el proceso creativo sin que existiesen normas, ni formales o ni conceptuales, que pudiesen limitar este principio. Tres de sus componentes eran Carlos Sanz Aldea, Ignacio Caballo Trébol e Isabel Rubio. El grupo no poseía una doctrina común en la que refugiar sus propuestas plásticas y por ello sus obras no podían ser más disímiles. Aún hoy lo siguen siendo aunque subyacen en ellas matices surrealistas que no se imponen a la obra en general pero que establece puentes entre ellas.

Carlos Sanz Aldea (Soria, 1960) siempre ha resultado de difícil conceptualización como artista. Preocupado por la inserción de extravagantes figuras en paisajes que unas veces resultan idílicos y otras alucinantes, manifiesta en todo su amplio repertorio de trabajos (pintura, escultura, fotografía e instalaciones) una necesidad vital de romper con los moldes de los géneros y de los convencionalismos al uso. En lo más profundo de su ser es un artista “natural” y no deja de alucinar con las perversiones propias de nuestra sociedad, que acepta pero que le extrañan y a las que se acerca como si se tratase de un sociólogo de la interacción hombre-entorno. Ha intervenido, siempre que ha existido ocasión, en el campo, acercándose al land art, y en espacios urbanos en una moderna actitud que podríamos considerar “artivista” a la búsqueda del choque visual que generase una poesía de raíz surreal que tras su aparente brutalidad esconde una profunda comprensión y una simpatía por lo humano que lo acercan a propuestas de nuestro arte barroco a lo que se presta de forma admirable su gusto por las técnicas mixtas.

Ignacio Caballo Trébol (Guardo, Palencia, 1965) es, en cierta medida, la antítesis del anterior aunque también puede hallarse un cierto punto surrealista en el gusto por el objeto encontrado al que el artista otorga, por medio de su voluntad, una existencia propia y diferente a la materia de la que parte. Realizadas casi con una técnica de orfebre a partir de elementos nimios como ramitas, alambres o muelles, sus realizaciones ejemplifican la insoportable levedad del ser, su contingencia absoluta, como si se tratasen de auténticos milagros de la existencia; una existencia expuesta, como decía Montaigne, a perecer bajo cualquier tormenta pero que, a diferencia de los recios árboles, en el caso de perecer será consciente de por qué lo hace mientras que los árboles no saben nada. Sus seres extraños e impersonales, cualquier hombre, todos los hombres, no son seres felices ni siquiera cuando ejecutan extrañas danzas, son seres encarcelados por la materia, natural o social, a la espera de la redención que les otorga, como si de un dios ateo se tratase, el creador e incluso el espectador que con curiosidad se acerque a ellos.

Isabel Rubio (Salamanca, 1966) completa, desde un punto de vista muy diferente, las propuestas anteriores. Sus delicadísimas pinturas nos hablan de mundos propios de la memoria y de la fantasía; de vibraciones coloristas que se alejan del paisaje que les sirve de inspiración y que se convierten en el decorado de un alegre sueño. El recurso a una doble técnica, la de aplicación de la pintura con el pincel y la del estarcido directamente sobre el soporte (habitualmente el poliéster o el lienzo), contribuye a crear una cierta sensación de desasosiego e introduce un punto de complejidad a sus engañosamente sencillas composiciones. Si mencionábamos que los tres, de algún modo, beben en fuentes del surrealismo, en el caso de Isabel es el automatismo el que enseñorea sus superficies. Para quien no esté versado en el asunto, automatismo puede ser sinónimo de casualidad. Peor para él. Nosotros sabemos que no todo el mundo puede ser “medium” y que las formas se manifiestan a quien está preparado para ello y sólo alcanza su íntima significación –como decía Miguel Ángel- cuando la mano sigue al intelecto.

Pero Carlos, Ignacio e Isabel tienen todavía algo que explica por qué muestran aquí y ahora su obra. Uno de los aspectos más interesantes, a mi entender, de la posmodernidad era su reivindicación de la labor docente (pensemos en el rechazo que mostraron las vanguardias por la “escuela”, por cualquier tipo de escuela) no sólo como una forma legítima de ganarse la vida (que parece eso extraño tratándose de un artista del que podemos exigir hasta su pobreza absoluta y al que podemos pagarle con nuestra incomprensión, que el ARTE ya reconocerá a los suyos) sino como una consecuencia inherente a un proceso laboral especializado dentro de un contexto social.

Estos artistas hacen manifiesto el proceso creativo y lo prolongan –sin dogmatismos- en su práctica cotidiana en el aula al mismo tiempo que se liberan de la dictadura del mercado y de sus modas. Quizá el trabajo diario –nulla dies sine linea- sea el pago que deban realizar para plasmar aquello que les viene en gana.

Desde la sala de exposiciones del GaBe del Instituto Delicias, para quienes hemos dedicado nuestra vida a la docencia, la actitud de estos pintores no resta valor a su arte sino todo lo contrario. Aúnan de forma admirable –y negando con la calidad de sus obras el proverbio inglés de que “quien no sabe hacer una cosa la enseña”- la capacidad teórica con la práctica en una actitud habitual desde el comienzo del trabajo artístico y que fue cuestionada por el Romanticismo en su búsqueda de un arte puro (si es que puede existir tal cosa) sin darse cuenta de que, en última instancia, el arte no puede ser ajeno a la vida y de que la pureza conduce, necesariamente, a la esterilidad.

Afortunadamente hoy preferimos el mestizaje y hemos abandonado planteamientos doctrinarios, de tal forma que estamos en condiciones de disfrutar con tolerancia y agrado estas indagaciones formales (puesto que en ellas hay mucho de teoría y de praxis) que nos muestran aquí en su faceta de creadores absolutos, pero en minúsculas, sin apenas darse importancia, haciendo realidad de forma callada el lema de esta exposición: Ars magistra vitae, tal como han hecho durante años y años con los cientos de alumnos a los que han ayudado a contemplar la vida de una forma más lúdica, más creativa, con mayor expresividad o lo que es lo mismo: más bella.

Arturo Caballero Bastardo

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